Hace algunos siglos, cuando el reloj era un bien enormemente preciado y eran contadas las personas que podían disponer de uno, en las torres de las iglesias y en las fachadas de los más importantes edificios administrativos un gran reloj solía informar a toda la población acerca de la hora del día que era. Las plazas centrales en los pueblos estaban formadas casi siempre por dos elementos que no podían faltar: la iglesia, y el reloj. Cuando los habitantes se encontraban lejos del pueblo, realizando muchas veces labores del campo, los repiques desde la torre del campanario les iban informando sobre el paso del día y el transcurrir de las horas. Los festivos y domingos eran identificados fácilmente por el redoble de campanas, así como las fiestas, o los funerales.
Hasta no hace mucho los mercados los presidía un reloj, así como las lonjas y muchas fábricas en centros de trabajo. Todo se hacía bajo la sombra del reloj y era él quien se convertía en testigo de pactos y cierres de acuerdos y negocios.